Redacción
28/11/2011
Las protestas antinorteamericanas se han multiplicado desde que el sábado por la mañana se conocía la muerte de los militares, supuestamente cuando dormían, en dos bases avanzadas en la frontera con Afganistán.
A pesar de que algunas informaciones apuntan a que las fuerzas de la OTAN atacaron al recibir fuego originado en dichas bases,
fuentes pakistaníes niegan esta posibilidad y remarcan que no hubo enfrentamiento alguno, sino un ataque directo.
Responsables de la OTAN han pedido disculpas por el error sin poder aplacar, sin embargo, la indignación de los líderes pakistaníes ni de la población.
El incidente vuelve a poner de manifiesto la precaria situación de las relaciones entre Washington e Islamabad, sobre el papel, aliados en la lucha contra el extremismo de signo islamista.
Pero si el gobierno pakistaní intenta neutralizar a sus propios talibanes, socios de los afganos por proximidad y misma pertenencia étnica, con una doble estrategia de mano dura y negociación, los hachazos de Estados Unidos en las zonas fronterizas con Afganistán dejan en entredicho la solvencia de las fuerzas armadas pakistaníes, auténtica columna vertebral de este estado islámico.
La población ve cada día con más recelo la presencia de soldados estadounidenses al otro lado de la frontera y, sobre todo, rechaza las violaciones de soberanía que, en buena parte, suponen los bombardeos sobre territorio pakistaní aunque se lleven a cabo desde aviones no tripulados.
La muerte de numerosos civiles y incluso militares en dichas acciones han distanciado a Islamabad de Washington.
El momento más contradictorio en las relaciones entre ambos aliados se dio a raíz de la operación encubierta en la que Estados Unidos conseguía acabar con Osama Bin Laden, escondido bajo la identidad falsa de un ciudadano honrado más en un exclusivo barrio residencial de la ciudad pakistaní de Abbottabad.
No muy lejos de la residencia de los Bin Laden se encuentra una de las principales bases de formación de oficiales del ejército de Pakistán.
Resulta difícil de creer que nadie en Pakistán conociera el paradero de Bin Laden, por un lado, ni la decisión de Estados Unidos de ejecutarlo en una misión encubierta que suponía adentrar un destacamento de helicópteros cien kilómetros en el interior de territorio de Pakistán.
Es más fácil de entender la paradoja si se tiene en cuenta que hubo una época, cuando los muyahidines, lo talibanes, Pakistán y Estados Unidos estaban todos en el mismo bando y desde Peshawar de dirigía la insurgencia contra los soviéticos en Afganistán.
Ahí estaba Osama Bin Laden, cuando la CIA contaba con él y el dinero saudí para financiar dicha guerrilla todavía en clave de Guerra Fría.
Tras el 11S, del que este año se ha cumplido el décimo aniversario, los caminos de Pakistán y Estados Unidos han divergido, al provenir de la frontera afganopakistaní la amenaza islamista que derribó las Torres Gemelas y alcanzó al mismo Pentágono.
Desde entonces Pakistán intenta contener la amenaza islamista interior y colaborar con Estados Unidos sin que el rechazo popular a dicha cooperación acabe engrosando las filas de los fundamentalistas.
Los errores de la OTAN no facilitan la tarea de Islamabad, un poder civil siempre visto con desconfianza por amplios sectores del ejército.