Redacción
30/05/2011
El banco central chino fijaba este lunes el valor del yuan en los 6.4856 renminbis por dólar, en un gesto destinado a demostrar a Washington que las intenciones de permitir una apreciación gradual son sinceras.
El argumento del gobierno chino se mantiene invariable: una libre fluctuación del yuan y, sobre todo, una brusca apreciación, podría provocar graves daños en la economía de la República Popular, situación que generaría efectos negativos en el conjunto de la economía mundial.
Las razones de Occidente, en particular Estados Unidos, para presionar a Pekín para que revalúe su divisa también son invariables.
Washington mantiene que el yuan está infravalorado. Pero este pasado viernes 27 de mayo, en su último informe, el Departamento del Tesoro norteamericano evitaba insistir en una acusación habitual, la de que China manipula la divisa para mantenerla artificialmente a la baja.
Con todo, la Administración Obama, como sus predecesoras en la última década, sostiene que el valor del yuan, por debajo del que le correspondería por el peso real que la economía china ha adquirido, favorece artificialmente la competitividad de las exportaciones de la República Popular, que coincide que es, además, la fábrica global.
El argumento de la Casa Blanca tiene algo de falaz, o mejor dicho cínico, puesto que, en gran medida, las multinacionales que fabrican en China son las primeras beneficiadas de que un yuan por debajo de su valor real favorezca una mano de obra barata y mejores precios de los proveedores.
Pero también es cierto que la fuerte competencia china va restando puestos de trabajo en Estados Unidos y Europa, hecho que genera un creciente malestar en estas sociedades ante lo que se considera competencia desleal y dumping social.
En cualquier caso, en este último informe del Tesoro, la Administración Obama parece inclinarse por una posición conciliadora de manera a que Pekín permita una apreciación paulatina y la divisa china vaya alcanzando su valor real.
De ser el proceso demasiado rápido, los desequilibrios que pudiera provocar en el mercado chino, especialmente en la pérdida de puestos de trabajo en el sector exportador, situarían a una sociedad de 1.340 millones de habitantes ante nuevas angustias económicas.
El descontento social que se derivaría no llevaría a nada más que a parar el consumo chino, uno de los motores de la economía mundial y, en particular, de la del Asia-Pacífico.
Washington, ni la economía globalizada, no pueden permitirse este escenario precisamente cuando se vislumbra la superación de la crisis financiera internacional de 2008.