Crisis Rohingya: el silencio de Aung San Suu Kyi

Miles de emigrantes y refugiados rohingya han emprendido en las últimas semanas el camino incierto de las redes de traficantes de seres humanos para salir de la persecución social y política que viven en Birmania o, en su transcripción actual, Myanmar.

En Birmania, el país donde han vivido durante generaciones, los rohingya son propiamente apátridas, no se les reconoce la ciudadanía ni tienen derecho a poseer tierras. Viven hacinados, sin los mínimos de salubridad garantizados, en campos de internamiento.

Principalmente se concentran en el estado de Rakhine, en la costa del Golfo de Bengala y fronterizo con Bangladesh, donde otras comunidades rohingya también forman parte de las clases más pobres.

En buena medida, el ostracismo en Birmania tiene que ver con la religión. Los rohingya son musulmanes en un país con un 90% de población budista. Pero además, el gobierno de Birmania considera que el millón trescientos mil rohingya que viven en el país deberían marcharse a Bangladesh, de donde les considera originarios.

El mundo ha asistido atónito al olvido y el rechazo que generan tanto en su país de origen como en los destinos que buscaban, Tailandia, Malasia o Indonesia.

El hecho de que sean una minoría musulmana perseguida en Birmania les empuja a buscar una vida mejor en zonas de mayoría islámica del Sudeste Asiático.

En el sur de Tailandia, donde la población es musulmana, habían encontrado una vía de emigración que solía finalizar en la vecina Malasia, un país de mayoría musulmana y más desarrollado.

Pero en el camino, muchos refugiados o emigrantes rohingya habían caído en las redes de traficantes de personas y habían acabado en una fosa común.

Coincidiendo con esta última crisis migratoria, Malasia ha reconocido la existencia de fosas donde habían sido enterrados masivamente los rohingya.

La mayoría de migrantes, los que pueden considerarse afortunados de haber sobrevivido a la travesía, han vagado durante semanas en barcos a la deriva sin alimentos ni agua en las costas de Malasia e Indonesia, países reticentes a hacerse cargo de ellos.

Finalmente el grito de desesperación de las ongs ha despertado la conciencia de los responsables políticos locales, que han alojado a los inmigrantes en campos.

Pero ni la cumbre de Bangkok, destinada afrontar la crisis migratoria, ni los llamamientos de la comunidad internacional han doblegado la firme oposición de Birmania a reconocer a la comunidad rohingya como propia.

La idiosincrasia budista

¿Qué explica la extraña coincidencia de silencio ante la evidencia del drama entre el poder y la oposición birmanos ante los rohingya? Y en particular cómo se explica la ausencia de reacción de Aung San Suu Kyi, siempre atenta a denunciar las injusticias en un país dominado por la lógica del régimen militar durante 25 años.

Sin lugar a dudas, la identificación del budismo como la religión y filosofía de vida propias e inherentes a la nación birmana.

Myanmar, o Birmania, está constituida por múltiples grupos étnicos pero la población es, en su mayoría, más del 90% budista.

De ahí parte la idea de que los musulmanes no son población propia de Birmania y consideración de los rohingya como apátridas.

Descendientes de mercaderes itinerantes, los rohingya están asentados desde hace siglos en Birmania, Bangladesh e incluso en pequeñas comunidades en Arabia Saudí y Pakistán.

Algunos analistas apuntan que el rápido crecimiento en términos demográficos de las comunidades musulmanas influye en el gobierno budista de Birmania como un factor más de rechazo, aunque la desproporción ante la mayoría budista sea insalvable.

Pero en cualquier caso, nadie en el mundo budista birmano se atreve a levantar la voz a favor de la odiada minoría musulmana. El odio es no solamente visible y evidente sino más que palmario en las palabras de los monjes budistas, cuando se refieren a los musulmanes, especialmente entre las autoridades religiosas a escala nacional.

Y esta idiosincrasia nos lleva otro factor más circunstancial pero igualmente determinante en el menosprecio de los rohingya.   

El cálculo electoral

Aung San Suu Kyi, que ha pasado más de dos décadas entre la cárcel y el arresto domiciliario, ha hecho una gran recorrido desde el liderazgo moral de la oposición democrática hasta la primera línea del juego político real.

Pero a esta diputada de la Liga Nacional por la Democracia, el partido que lidera la oposición a la antigua junta militar reconvertida a civil, le queda el último asalto, la victoria en las elecciones que la lleven a la presidencia.

Si se superan todos los obstáculos, las urnas esperan a Aung San Suu Kyi. Si alcanza la presidencia, será el escenario deseado por una mayoría de birmanos y el conjunto de la comunidad internacional.

Los asesores de Suu Kyi saben que cualquier palabra en defensa de los rohingya por parte de la Gran Dama solamente puede restarle votos.

Gran paradoja la de que la defensa de los derechos esenciales, universales de las personas, entren en contradicción con un proceso democrático.

Quizá una vez alcanzada la presidencia, Aung San Suu Kyi, deba preguntarse si dejarse por el camino a los rohingya no compromete la verdadera democracia en Birmania.