Dolores Rodríguez
28/11/2013
Con este
filme, Hirokazu Kore-eda vuelve a una de sus temáticas preferidas: diseccionar los lazos familiares; las relaciones entre padres e hijos que siempre marcan la vida de los protagonistas. Son conflictos universales que pueden ser compartidos por todo el mundo.
Una joven pareja con un hijo de seis años ve como su vida perfecta -que incluye un buen trabajo y éxito económico- se tambalea al recibir una angustiosa noticia.
El padre Ryota se considera un triunfador, todo lo que tiene lo ha ganado trabajando duro y está convencido de que nada puede estropear su perfecta vida. La mujer, Midori, vive volcada en su papel de madre y esposa. Y el pequeño, Keita, intenta estar al nivel de las altas expectativas que le marcan.
Pero un día reciben la llamada del hospital que trastocará el perfecto equilibrio. Keita no es su hijo. Al nacer, el hospital cometió un error e intercambió dos niños.
Ryota debe por primera vez enfrentarse a sí mismo y dilucidar sus sentimientos reales para tomar una traumática decisión. ¿Qué le une a su hijo? ¿El tiempo que ha pasado cuidándolo y viéndolo crecer o los lazos genéticos?
El personaje, interpretado con honestidad y credibilidad por Masaharu Fukuyama, evoluciona desde la frialdad inicial, pasando por la duda, a la reconciliación consigo mismo y en parte con su pasado.
Además se enfrentará a la otra familia, la que ha visto crecer a su hijo biológico, que tiene una forma muy diferente de construir sus relaciones y que pone en evidencia la debilidad de su éxito.
A través de silencios y largos viajes en coche entre casa y casa, viajaremos por la evolución del personaje hasta reconocer y aceptar sus sentimientos.
Los padres dudan, mientras que para las mujeres todo es más visceral y desgarrado, y los niños intentan lidiar con una situación para ellos incomprensible.
El filme también nos muestra la rígida estructura social de Japón, donde las mujeres siguen teniendo un papel secundario, supeditado al marido. Y donde el culto al trabajo y al triunfo ocupa prácticamente todo el espacio vital.
Desde Japón, y como sólo los grandes directores son capaces de hacerlo, Kore-eda construye una historia que dice mucho de la sociedad de su país, pero que es universal y sobre todo emociona, sin caer en la cursilería o el melodrama.
Lo único que se le podría criticar es el excesivo metraje. La historia funcionaría igual con menos minutos de viaje a través de largas carreteras que discurren por el tiempo y los sentimientos de los personajes…
En este filme Kore-eda vuelve a reflexionar sobre uno de los temas recurrentes de su cine; las relaciones entre padres e hijos. La forma valiente, aunque dolorosa, con que los niños intentan sobrevivir a las flaquezas y errores de sus padres que en muchas ocasiones les dejan en situación de desamparo emocional o real.
Kore-eda demuestra una vez más su talento para la dirección de niños. Como es habitual en él, sabe elegir los protagonistas --en este caso hacen un trabajo excepcional-- y sacarles toda la naturalidad y espontaneidad para dotar de vitalidad y credibilidad a la historia, pero también de los necesarios matices que hacen que pequeños gestos o miradas expliquen muchas cosas.
Pero al contrario que en películas como “Nadie sabe” o “Milagro” (Kiseki), donde los niños son los protagonistas y los padres, aunque son los desencadenantes de la acción, están ausentes, en “De tal padre, tal hijo” Kore-eda deja todo el protagonismo a los padres para mostrar, siempre con contención, su estupor, duda, desolación, vergüenza, dolor… y amor.
El filme ha conquistado a la crítica en los festivales internacionales y ha obtenido el Premio del Jurado en el pasado Festival de Cannes y el Premio del Público en el último Festival de San Sebastián. Además ha convencido al público. En su país, esta intimista historia ha conseguido que más de dos millones de personas pasen por taquilla.