Xulio Ríos
23/07/2013
China y EEUU aseguran haberse conjurado para construir un “nuevo tipo” de relaciones entre grandes potencias. Esa parece haber sido la principal conclusión de la cumbre Obama-Xi de Sunnylands (California), celebrada el pasado 7 y 8 de junio. El consenso alcanzado entre los dos presidentes se basa en la idea de que la promoción de la cooperación bilateral en todos los frentes es el mejor antídoto contra las tentaciones de sucumbir a la fatalidad del conflicto para resolver la cuestión de la supremacía.
¿Será sólido este consenso? ¿Tendrá, a la postre, idéntica relevancia al que ha tenido el “Consenso de 1992” para propiciar un vuelco en las relaciones a través del Estrecho? ¿O se trata simplemente de un apaciguamiento relativo y temporal que aportará a los dos rivales estratégicos un tiempo muerto de conveniencia para concentrarse en la superación de sus grandes desafíos internos? Pueden ser estas simplemente palabras huecas que solo sirvan para ocultar la persistencia de estrategias de largo alcance de cada parte, un discurso vacío para ganar tiempo y prepararse para el siguiente round afinando las tácticas respectivas.
Sin duda, muchas son las sombras que pesan sobre este consenso y de ello han abundado las muestras en los últimos años, tanto en el plano estrictamente bilateral (más sosegado), como en el plano estratégico (más tenso) y siempre lastrado por la desconfianza.
En cualquier caso, no debiéramos pasar por alto que los ecos de lo consensuado en 1992 entre China continental y Taiwán no llegaron realmente hasta 2008, es decir, tres lustros después, y tras graves crisis en el entendimiento bilateral.
Dicha atmósfera ha repercutido en el V Diálogo Estratégico y Económico (DEE) celebrado en Washington del 10 al 11 de julio último (la fórmula se inició en 2009, cuando Obama llegó al poder). Demostrando su solidez a pesar del estallido del caso Snowden en Hong Kong, la franqueza parece haber alcanzado también los temas relacionados con la seguridad informática, ahora mucho más equilibrados tras auto descalificarse Washington respecto a sus acusaciones a China de practicar la piratería en el ciberespacio mientras EEUU desplegaba masivas operaciones de vigilancia y espionaje informático en todo el globo.
Los líderes de ambos países tienen ante sí el reto de construir un nuevo paradigma que permita reconducir las tensiones y evitar los escenarios más pesimistas en los años próximos, que a buen seguro serán decisivos para confirmar las principales tendencias del momento. No se trata tanto del diálogo y sus resultados como del espíritu que lo impregna.
Para China, en apariencia más optimista a la hora de encarar este reto, es una cuestión crucial, permanentemente sometida al escrutinio implacable de EEUU acerca de la veracidad de su propósito. De entrada, el formato sugerido no afectará a ninguna otra de sus relaciones más sobresalientes, reforzando con ello su condición de igual ante EEUU y la disposición a implicarse más en la gestión de los diferendos propios y globales. Esto, llevado a las últimas consecuencias, puede llegar a implicar una revisión de alcance de los postulados tradicionales de la política exterior china.
Está por ver no obstante que pueda abrirse un nuevo capítulo en la relación China-EEUU. El entusiasmo de Washington es más frío y en sus alocuciones priman aun los mensajes que inciden en las diferencias que les separan. Probablemente, el primer reto a gestionar se encuentra en el entorno regional inmediato, muy deteriorado en los últimos tiempos, a medida que se configura una especie de pinza que trata de contener a China en dos frentes, el oriental y el meridional. Construir una dinámica de cooperación para resolver conflictos tan enquistados en la región no será una tarea fácil y dará la medida de lo realizable de este nuevo tipo de relaciones.
Como en el de 1992, en este de 2013 no nos hallamos ante un documento escrito, sino ante una actitud basada en la compartida aspiración de superar la idea de que la evolución de China y de EEUU aboca a un conflicto entre ambas potencias, una establecida y otra en ascenso. Creando nuevas formas de coexistencia en la vida internacional, los beneficios podrían alcanzar no solo a ambos sino también a terceros países. La clave, más que los avances en la cooperación económica, ambiental, energética, financiera, etc., reside en la confianza estratégica, el pilar más débil de la relación bilateral. Esa aspiración mutua, no obstante, obliga a mostrar moderación en el tratamiento de sus diferencias y respeto en la consideración de los respectivos puntos de vista. Nadie puede aspirar a dictar reglas unilateralmente.
El Consejo Nacional de EEUU vaticinó en su último informe de tendencias globales (diciembre de 2012) el fin de su supremacía en el escenario internacional. Desde 1500, en once de los quince casos en que una potencia emergente rivalizó con otra consolidada, el resultado fue de guerra. Probablemente no hemos llegado al tiempo del conflicto abierto. China tiene aun muchas fragilidades y es consciente de ellas. No tiene el poder para imponer sus reglas, aunque si ya para evitar que otros se las impongan sin más.
El tono conciliador de la cumbre Obama-Xi no puede esconder que el objetivo de EEUU es seguir siendo hegemónico en el mundo y que China pone en peligro dicha supremacía, aunque solo lo plantee desde el punto de vista de su propio desarrollo. Es más una consecuencia que un objetivo en sí mismo. No aspira a gobernar el mundo ni a ser su gendarme, pero necesita apoyos, aliados para una gobernanza que permita atar en corto a EEUU y quizás eluda el surgimiento de una nueva bipolaridad.
La redistribución del poder a nivel global es el eje central de la posguerra fría. Conjurar el desafío que supone China y otros liderazgos emergentes es para EEUU una cuestión de supervivencia. De ahí que este Consenso de 2013 nazca, por el momento, preñado de escepticismo.