08/09/2011
Durante el maoísmo, la izquierda planetaria que anhelaba otro comunismo diferente del soviético, denostado por burocrático y socialimperialista, tenía en Beijing un referente clave. Hoy, sin embargo, esa izquierda -o sus restos y prolongaciones-, en buena medida, también guarda distancias respecto de esta China de perfil ideológico ambiguo cuando no en apariencia abiertamente pro-capitalista que suscita el aplauso de los devotos del crecimiento al precio que sea.
Aunque suene extraño ahora, los maoístas eran legión no desdeñable en todo el mundo concitando el anhelo de una tercera utopía entre el estalinismo y el trotskismo. Pero la política de reforma y apertura aplicada en China a partir de los años ochenta hizo borrón y cuenta nueva dejando huérfanos a quienes habían defendido su convulsa política contra viento y marea.
Desde entonces, el distanciamiento hizo mella en aquellos que no veían clara la nueva deriva del país. Pese a que el PCCh insistía e insiste en mantener el rumbo socialista, la irrupción de nuevas amistades peligrosas hacía fruncir el ceño a medida que el factor político iba perdiendo peso en relación a la economía, los grandes empresarios de los principales países capitalistas se convertían en la contradictoria expresión de los máximos valedores de la China popular y los nuevos millonarios chinos abrazaban la militancia en el PCCh.
Aun así, se diría que China tiene sus mejores amigos en las gentes de ese pasado que son conscientes, ante todo, del esfuerzo ingente y el enorme sacrificio llevados a cabo en dicho país para sacudirse la pobreza y el atraso, una solidaridad que no se mueve por interés crematístico alguno.
No obstante, pocos de aquellos amigos de China se identifican a pies juntillas con la China actual, aunque esta siga gobernada por el mismo partido comunista que lideró el presidente Mao. Sobre los logros pesan las sombras y no pocas incertidumbres. Muchos de ellos han suscrito nuevas militancias en el ecologismo o en el altermundialismo. Y ni en una cosa ni en otra puede decirse que China esté en condiciones de liderar absolutamente nada.
No menos polémica es su reinserción en el mundo en desarrollo. Antaño, en el tiempo de la teoría de los tres mundos, el impulso de una política solidaria aunque dependiente de la necesidad de truncar la influencia soviética, despertaba cierta admiración. Hoy, la polémica rodea una estrategia de inversiones y de no interferencia política que acostumbra a situar a líderes internacionalmente contestados entre sus más allegados. El futuro de esa relación es, cuando menos, cuestionable.
El reciente ejemplo de lo ocurrido en Libia es bien elocuente al respecto. Desaparecida la hermandad ideológica que sugería un internacionalismo, en teoría, a prueba de contratiempos, el pragmatismo de hoy, basado en la gestión pura y dura de los intereses inmediatos, pudiera aparentar más sólido pero también adolece de una inocultable volatilidad.
La conclusión es que China tiene pocos verdaderos amigos. Huérfana de apoyos sinceros -y limitados quizás a los originados en un tiempo político en buena medida superado- pero con más medios que nunca en su historia reciente, ha venido redoblando sus esfuerzos para recuperar adhesiones, una estrategia que combina inversiones y proyectos con una fuerte componente nacional, la única que por el momento parece ofrecerle garantías.
Desde los institutos Confucio a la organización y movilización de sus diásporas, China ha intentado ganar simpatías por diversos medios, incluyendo una política decidida de compras e inversiones en el exterior con el propósito también de mostrar su solidaridad en época de crisis. Pero hacerlo sobre la base de sus propios recursos acaba por tener más de propaganda que de una auténtica política de imagen que resulte creíble para terceros.
Por muy abrumadores que sean los medios, su liviandad es extrema. No hay mejor publicidad que la que te hacen otros. Y ahí lo límites son importantes.
China ha sustituido la prédica de la lucha de clases por la armonía universal. Su objetivo es ganar peso en el mundo y sus instituciones, pero sin cambiar del todo las cosas, ya sea por imperativo táctico o estratégico o simplemente porque aun no sabe cómo hacerlo ni siquiera si es posible: la suya es una transformación con objetivos pero no con un programa definido. Esa indefinición, por más que se rodee de rotundas afirmaciones en sentido contrario, no invita a la confianza. Mientras persista en su sempiterna ambigüedad le será difícil sumar lealtades.
Por eso a China le conviene estar muy atenta a las críticas, sobre todo a las constructivas, sabiendo que en ellas puede encontrar ideas y valores con los que definirse mejor para tender puentes con el exterior.
De poca utilidad podrían calificarse las conductas aduladoras de aquellos dispuestos a secundar lo que sea si conserva el marchamo de origen. Y mal haría en blandir la espada de fuego para expulsar del paraíso oriental a quien ose reprobar tal o cual aspecto de su política. Quienes le critican con ese espíritu pueden ser hoy sus mejores amigos.
Xulio Ríos es director del
Observatorio de la Política China