Anna Zaera
06/07/2009
No es extraño que la organización del Barcelona Asian Film Festival (BAFF) haya elegido este filme -reconocido con el premio Manfred Salzberg en la Berlinale y nominado al Gran Premio del Jurado de Sundance- para inaugurar la undécima edición del certamen: Es, sin duda, un aperitivo perfecto para cargar pilas para el resto del festival.
La película de Ogigami te relaja sin darte cuenta. A medida que pasan los minutos la belleza de las imágenes logra hacerte desconectar y la sala se llena de una luz limpia que se mantiene a lo largo de los 106 minutos que dura la película.
Con secuencias largas, planos detalle y pocos diálogos, la directora nos muestra un recital de placeres a la japonesa. El espectador acaba disfrutando con los protagonistas del arte de filetear el pescado fresco o de la vista del mar al atardecer. Como dice la autora para presentar la cinta, “unas vacaciones de dos horas” que inevitablemente servirán para cuestionarse porque vivimos sujetos a una agenda llena de compromisos y nunca nos revelamos.
Desconectar del trabajo y de la ciudad es precisamente lo que busca Taeko, la protagonista, en esta isla. Sin embargo, recién llegada sentirá el peso de la libertad como nunca. Desorientada y sin saber que hacer con su tiempo recorrerá la isla con la intención de encontrar algún estimulo que la saque del aburrimiento. Pronto descubrirá que allí no hay hoteles, ni restaurantes, ni actividades programadas, solo unos pocos lugareños que regentan un hostal en la playa y que viven apaciblemente sus rutinas.
Obligada a compartir los quehaceres diarios con estos desconocidos, poco a poco comprenderá que detrás de su existencia casi contemplativa se esconde una filosofía de vida que vale la pena considerar. Ya sin prejuicios, Taeko se interesará por todas aquellas actividades que había despreciado hasta el momento –la gimnasia matinal, los atardeceres en el chiringuito de la playa, las barbacoas al aire libre-.
Será frente al mar y entorno a la mesa, donde la chica encuentre el verdadero sentido de lo cotidiano y de lo estimulante que puede ser compartirlo en familia. Como si se tratara de un retrato familiar postmoderno, la directora recrea en pantalla el valor de los vínculos –más allá de la sangre- y el efecto regenerador que estas nuevas amistades producirán en la joven urbanita.
Este proceso de integración en el grupo, será un viaje a la esencia de la condición humana, con diálogos cercanos al absurdo que conmoverán a los más sensibles. “¿Porqué observáis el ocaso? ¿En qué se pensáis?” pregunta Taeko en un momento del filme. La respuesta sincera del dueño del hostal “Normalmente en alguien a quien amas o en un recuerdo que te gusta del pasado” perturba por su pureza y por su verdad, como si fuera la confesión ingenua de un niño.
Glasses es belleza por fuera -la película se rodó en una isla del sur del Japón cercana a Okinawa- - y belleza por dentro. La conjugación de estos dos niveles va tejiendo un argumento sólido que demuestra una vez más que no hace falta recurrir a una narración trepidante para conseguir contar una historia y conectar con fuerza con el espectador.
En conclusión, un bálsamo para los tiempos modernos y también para la industria del cine, ambos saturados de tanta acción.